Si se piensa en equipos deportivos, hay muchos que pueden ser el mejor de la historia: Los Bulls de Jordan, el Barcelona de Guardiola, o hasta el Dream Team de 1992; pero si hablamos del concepto real de equipo y todo lo que conlleva solo uno es, categóricamente, el más significativo del deporte: la Selección Argentina de Baloncesto, ganadora del oro olímpico en Atenas 2004.
El mismo recorrido hasta la dorada es un reflejo de por qué la dinámica del grupo y ejecución eran casi perfectas, pero para entender por qué esos 12 superaron a Serbia y Montenegro en su peak y a una Estados Unidos completa de jugadores NBA hay que remontarse a varios años antes, en las divisiones formativas del baloncesto argentino. Muchachos nacidos en los 70s hacían sus primeras armas en la albiceleste y, de a poco creaban una química al pasar de las concentraciones. Bases, escoltas, aleros y hombres grandes, cada uno en su posición, encontraba su lugar en un sistema que fue tomando forma, con la primera actuación importante del conjunto en el Mundial Sub-21 de Australia 1997. Ginóbili, Sánchez, Oberto y compañía llegarían a semifinales de ese torneo y empezarían a forjar, desde esa caída, el camino hacia el éxito que vendría cuando aparecieran con la selección mayor.
No se puede hablar de esta Generación Dorada sin mencionar el Mundial de Indianápolis en 2002. Con la mayoría de la camada del 70 ya dentro del seleccionado, pero con algunos agregados como Luis Scola (1980) y un Alejandro Montecchia (1971) más curtido en la mayor, los argentinos lograron una hazaña nunca antes vista: le quitaron a Estados Unidos el invicto que se había originado con el Dream Team de Barcelona 1992, o sea, fueron la primera selección en ganarle a un equipo formado íntegramente por jugadores NBA. Luego de eso, llegaron hasta la final del Mundial, donde un partido de más a menos y alguna que otra decisión arbitral dudosa hicieron que Yugoslavia conquistara el campeonato mundial, con Dejan Bodiroga como figura rutilante. Fueron los verdugos en aquella ocasión, pero la Generación Dorada les tenía preparada una dulce venganza…
Las dos finales perdidas hacían mella en un combinado que tenía la sangre en el ojo para los Juegos Olímpicos de Atenas en 2004. Una gran preparación devino en los 12 guerreros que buscarían, por lo pronto, el objetivo máximo para la disciplina en el escenario más importante, una medalla: Sánchez, Montecchia, Ginóbili, Hermann, Delfino, Oberto, Wolkowyski, Fernández, Sconochini, Scola, Gutiérrez y Nocioni, los apellidos dorados.
¿El primer enfrentamiento? El verdugo de aquella final del mundo en 2002 pero camuflado: Serbia y Montenegro. Con un partido apretado hasta el final, la gloriosa palomita de Ginóbili a 0.7 segundos del final le dio a Argentina la primera de las 7 victorias que obtendría en total. Derrota abultada frente a España y otra ajustada con Italia, y dos categóricas victorias ante China y Nueva Zelanda dejaban a los dirigidos por Rubén Magnano clasificados a cuartos de final.
En un marco inmejorable creado por la afición local -también llamados los Hooligans del baloncesto- Argentina la pasó muy mal ante Grecia, pero un nombre dentro del colectivo fue el que dio el chispazo para que el equipo sea el de siempre: Walter Hermann, que no había pisado el parqué hasta ese momento, se despachó con 8 puntos y 6 rebotes en el quiebre del partido y sumó la energía necesaria para que la remontada fuese efectiva en el luminoso con un 69-64.
Como si de revanchas se tratase, la semifinal olímpica se jugaría entre los albicelestes y Estados Unidos, otra vez en instanias decisivas de los máximos torneos. El resultado, para sorpresa de todos menos los que conocían la capacidad de juego en equipo que tenía “la banda”, fue el mismo que en Indianápolis: el gigante del baloncesto universal rendido ante los pies de un gran equipo con estrellas que se codeaban en la liga de los invencibles, como Ginóbili, el Chapu Nocioni o Delfino, jugadores de San Antonio, Chicago y detroit respectivamente. 89-81 con una actuación soñada del primer campeón gaucho de la mejor liga del mundo hacían que esos pibes, que venían de dos finales perdidas, accedan a la tercera al hilo en el certamen más importante en su materia. Y ya sabemos lo que dicen, a la tercera viene la vencida.
28 de agosto de 2004. El fútbol había tenido también la final contra Paraguay y ya colgaban preseas doradas en el pecho de algunos, pero era algo predecible. Lo que no parecía lógico se daría en el Pabellón O.A.K.A. de la capital griega. En tierra de dioses, los argentinos se ganaron el olimpo desde que sonó el silbatazo inicial hasta la chicharra del final. Un apabullante 84 a 69 le daría la recompensa de un arduo camino de años a la famosa Generación Dorada, esa que siempre había estado cerca y siempre iba a por más.
Un grupo de amigos que, dentro de la cancha, se pasaban la pelota sin mirarse. Hasta el día de hoy, Argentina se mantiene como el único en ser oro además de Estados Unidos y las ya extitntas Yugoslavia y Unión Soviética. Más allá de las diferencias, más allá de los egos, esos 12 basquetbolistas hicieron que algunos dejen de mirar fútbol en Argentina para apreciar la mayor hazaña en la historia de los deportes, por las hegemonías, por el proceso y por el conjunto de personas que hasta el día de hoy siguen siendo ejemplo para los entrenadores de todas las disciplinas.